Por: Leonardo Páez
Eugenio Muñoz Díaz –Madrid, 6 de septiembre de 1885-Barcelona, 25 de abril de 1936–, bohemio precioso y polemista furibundo, precursor del antitaurinismo en España, utilizó el seudónimo deEugenio Noel en libros, conferencias y artículos donde señalaba al flamenco y a la tauromaquia como importantes obstáculos para el progreso de su país. Queriendo extirpar pretendidos males, acabó envuelto por éstos.
“Muy a duras penas –escribía en 1950 el crítico taurino Antonio Díaz-Cañabate–, como quien sube penosa cuesta y le es preciso detenerse, unas veces para tomar aliento y otras para regodearse con la vista de una linda flor nacida en medio del erial, así acabo de releer un libro de Eugenio Noel titulado Señoritos chulos, fenómenos, gitanos y flamencos. A Eugenio Noel, buen escritor, se le fue la mano en su pasión antitaurina. Este libro sobre los señoritos chulos, los fenómenos, los gitanos y los artistas flamencos podía haber sido muy interesante. Contiene muchos datos ciertos, sagaces observaciones, diatribas justas; pero todo está deformado por un afán de recargar las tintas, de acumular horrores y episodios grotescos y falsos, que invalidan en el lector desapasionado la fuerza de la verdad, que el autor encubre innecesariamente con clara y desagradable exageración. Señoritos chulos… está impreso en 1916, tiempo en el que Joselito y Belmonte alcanzan su momento cumbre. Noel escribió lo que voy a trasladar íntegro, porque no tiene desperdicio.”
–Día llegará, y no tardará mucho, en el que las empresas de seguros se arriesguen a firmar pólizas con los fenómenos.
–¿Por qué? –preguntaron. Muy sencillo. Los toros son cada día más pequeños; esto no quita ni pone rey, pero ayuda al fenómeno. El toro pequeño tiene la cabeza pequeña, sea cual sea su raza o cruzamiento, y las defensas más cortas y débiles. De otra parte, los cruzamientos –hechos a mansalva, por la codicia de los ganaderos, exigencias de los mismos fenómenos y convenios de los empresarios– son cada vez más frecuentes, descuidados y bastardos. Como el pedido de reses llega ya al absurdo y se pica en el ruedo cada vez peor, y como les viene en buen resultado a los ‘maestros’, a medida que desciende el papel del toro sube el del torero, el riesgo es infinitamente menor y el público puede pedir que el cuerno se lleve la pechera de la camisa del diestro en un pase de muleta. Por tanto, hay cada vez más seguridad en el oficio.
Esa seguridad ha creado los fenómenos.
–¿El pueblo lo sabe? Lo presume; pero se deja engañar. Los fenómenos matarán el toreo. Después de ellos no podrán venir sino domadores que harán reír y bailar a los toros.
–¿Es posible?
–Es fatal. La tragedia concluirá en sainete.
–¿De modo que los fenómenos matarán el toreo?
–Lo pondrán en ridículo, que es lo mismo. La afición no podrá soportar la revelación del engaño; forcejeará porque su pasión no sucumba. Y con ella se irá otra de esas simulaciones a las que con tanta frecuencia ha tenido España que recurrir.
–¿Y esa religión del valor?
–Lo que hay de bueno en ella, perdurará; el ejemplo del toro.
–¿La exposición del torero?
–La destreza querrá decir eso de exposición. Lleva en sí los gérmenes de muerte. Con poco que avance se convertirá en prestidigitación.
“Como ven ustedes, apuntaba Díaz-Cañabate hace 65 años, una corrida y otra, esta profecía se está cumpliendo en todas sus partes. Pocas páginas más adelante, Eugenio Noel decía: ‘Los trajes (de los toreros) han ido poco a poco afeminándose; se han alfeñicado los rostros, han disminuido las tallas, se han aniñado las formas, el movimiento, buscando la elegancia; cayó en el funambulismo, y los ha ido imaginando así el espectador, formándolos a su gusto. Si Goyafuese con Zuloaga a una corrida de toros saldría asustado. Estos toreros son niños prodigios que la lidia ha embrutecido. Sus masas son de adolescentes, y sus líneas, de hombretones. Su rostro duro no corresponde a su cuerpo fácil. Su mirada no es de su edad. El pueblo les guía, les aconseja, les exige y ellos dejan hacer, porque en esos niños-monstruo no hay voluntad. Morirían si el pueblo lo pidiera. No son atletas ni luchadores ni gladiadores; son iluminados, jovenzuelos paridos por un pueblo que necesita colosos y crea su caricatura. La gracia vana de la lengua pasó a sus músculos; es la misma. El pueblo los ha hecho como él es; no los adoraría si fuera de otra manera. No se trata de burlar a un toro; se trata de divertirlos a ellos, de hacerles olvidar su esterilidad. Esto ha originado esos cromos actuales de lidiadores grotescos, cómicos, que representan un drama muy grande, actores inconscientes sobre la arena ardiente del circo, que es un proscenio.’” Y aléguenle, optimistas y empresarios, entusiasmados ahora con su descubrimiento de endilgarle al público no que no han sabido hacer ellos: carteles atractivos.