jueves, 23 de octubre de 2014

César Rincón, devuelve la película de su vida y mira hacia adelante.

Foto: Ralf Pascual La gloria y el miedo, el orgullo y el retiro; una charla en que llega a todos los rincones del matador.
César Rincón, el hijo de un fotógrafo callejero y de una empleada doméstica, hubiera podido elegir los caminos de la soldadura, la zapatería o los de aprendiz de chatarrero; pero la suerte –que en el mundo de los toros es una institución– se le atravesó justo a tiempo para darle una oportunidad. Él la aprovechó, incluso por encima de los días en que esa misma suerte quiso cambiar de buena a mala para quitarle lo que más quería: a su madre, a su hermana, su salud y, por poco (A Causa de la hepatitis C), su vida. El matador más célebre que ha tenido Colombia, el hombre de las cuatro “puertas grandes” en Las Ventas, devuelve la película de su vida y una vez más, mira hacia adelante. Por todos los rincones de César.
Por Víctor Diusabá / Fotos Ralf Pascual

La vida de César Rincón se podría clasificar de mil maneras. Una, por ejemplo, con los nombres de los principales toros que lidió en la vida. Santanerito se llamaba aquel que el 21 de mayo de 1991 le permitió alcanzar su primera puerta grande en Las Ventas de Madrid. Estaba marcado con el hierro de Baltasar Ibán, una ganadería famosa por lo brava y lo exigente.
Por entonces, Rincón era un personaje nacional en el medio taurino, pero para los españoles no pasaba de ser un torero modesto. Como si fuera un viejo maestro, Rincón hizo esa tarde una faena casi perfecta y el premio mayor, dos pañuelos que significan dos orejas, asomaron en el palco de la Presidencia. Mientras se aferraba a ellas con un emotivo “esto nadie me lo puede quitar”, el hijo de Gonzalo, un fotógrafo callejero, se hacía célebre, hasta el punto de convertir su regreso al país en un acontecimiento comparable a la llegada de una victoriosa selección de fútbol o de un campeón de ciclismo.
El segundo capítulo de esa historia se podría llamar Bastonito, otro toro, también de Baltasar Ibán, al que los viejos aficionados de Madrid dedican horas y horas para hablar de su fiereza o de su bravura. O de las dos juntas. Nunca se ponen de acuerdo, pero en lo que sí coinciden es en que Bastonito no tiene par. Por su parte, el testimonio del video habla en términos de miedo y de valor sobre qué pasó allí en ese 7 de junio 1994. Al final, Rincón salió indemne y cortó una oreja, para muchos, la más importante de su carrera.
Otro toro se llama Fugitivo y su historia ocurre en abril de 1993. Le sirvió para conquistar a la esquiva Sevilla, no sin antes de dejar una cogida como testimonio de entrega. Con esa faena Rincón derribó, si es que acaso era necesario, el tópico de ser un torero al que se le consideraba valiente y poderoso, pero sobre el que existían reservas en torno a su condición de lo que los taurinos llaman artista. Sevilla se precia de dar esa bendición. Aquel día, en la Feria de Abril, lo acogió en sus brazos, aunque siempre que volvió allí debió ratificar esa condición de hijo selecto de la capital andaluza.
Pero a César Rincón también se le puede catalogar por la cantidad de plazas que cayeron en su marcha triunfal. No hubo país de ese extraño y reducido circuito taurino en el que no lo consideraran como un ídolo e incluso lo arroparan como local. Rincón fue torero colombiano y rey de todos sus ruedos, pero no menos lo fue en España, donde Madrid lo hizo hijo propio. En el sur de Francia, los aficionados consideraron que era una forma de estimular la competencia con los españoles y lo adoptaron. México hizo igual. Por supuesto que en Ecuador, Perú y Venezuela lo levantaron como estandarte andino de la fiesta.
Aunque hay otro top, el de sus momentos difíciles, esos que lo marcaron para todos sus días, incluso los que están por venir. Primero, el de la muerte trágica de su madre y su hermana, cuando él recién despuntaba en España. Luego la cornada de Baratero, el 4 de noviembre de 1990 en Palmira, Valle del Cauca, que lo puso en manos de los cirujanos y también en las de Dios, dice él, cuando vio la luz de algo que estaba más allá, mientras unas voces se perdían en el horizonte “se nos va, se nos va”. Y enseguida, ligada a ese túnel, la hepatitis C como compañera inseparable, resultado quizás de una transfusión de sangre obligada por las circunstancias.
Y uno más, el cuadro de honor de sus miedos. El que les tiene a los ratones, el de la soledad (de niño, se soltó de la mano de sus mayores en un parque y carga ese temor para siempre consigo) y otro, el peor de todos, el de que un día el toro bravo desaparezca de la faz de la tierra.
Todos ellos son Rincones, rostros de ese mismo hombre que husmea en su lejano pasado para encontrar las razones privadas por las que ahora lucha en público.
Usted y sus hermanos nacieron, casi todos, en el barrio Santander, pero luego se fueron a vivir a Fátima. Para hablar en términos de hoy, no cambiaron de estrato, tan solo de dirección…
No, es que no había formas. Éramos una cooperativa en la que todos, desde mi papá y mi mamá, hasta nosotros, los hijos, poníamos algo para poder cumplir con el arriendo, el mercado y servicios. Y por encima de todo, los niños teníamos una obligación: ir a la escuela o al colegio. El que más recuerdo, el José María Córdoba. Quedaba un poco lejos, estaba por los lados de El Tunal. Era más aconsejable ir en bus, pero no siempre había con qué. Igual, buscábamos la solución, por ejemplo, colarnos. Cuando estoy allí aparece un equipo francés que está haciendo un documental, me parece que era para la Unicef, y yo termino como uno de los protagonistas. Esas imágenes me muestran muy menudito, pero con un sueño grande: el de ser torero.
¿Y por qué se emociona tanto cuando se acuerda del José María Córdoba?
Me veo con mis hermanas –Sonia, Martha y Rocío– y con una profesora que enseñaba inglés y español, una maestra que se preocupaba mucho porque aprendiéramos. Cuando luego triunfé en la plaza de Las Ventas de Madrid, me buscaron del José María para darme el bachillerato honoris causa. Yo solo había llegado hasta tercero de bachillerato. Fue muy emocionante.
¿No quiso o no pudo seguir estudiando?
Ya me había metido en lo del toro y era eso o nada. Pero había que ganarse la vida. Hice muchas cosas, tantas que no sé si me acuerde de todas. Una, ayudante de ornamentación. Yo no sé si don Merardo, así se llamaba el hombre, no se acordó, pero el primer día no me dio máscara para soldadura y llegué a la casa con los ojos hechos candela. Sentía montones de pequeñas piedras entre ellos. Mi mamá, que tenía solución para todo, me los lavó con tomate y yerbas. También fui ayudante de zapatería en el barrio Restrepo. Un primo tenía un pequeño puesto y nos pagaba por montar suelas en la horma, les echábamos bóxer y las pegábamos. A veces, compraba el famoso decol, que servía para todo, desde desmanchar la ropa hasta desinfectar, lo ponía en una garrafa grande y me iba casa por casa, vendiéndolo por botella. La chatarra también dejaba algunos pesos. Teníamos un carro de esos que llamábamos “esferados”. La gente nos regalaba lo que les hacía estorbo y nosotros lo vendíamos por peso en el taller. El reciclaje de entonces…
Está claro que vivir de hacer fotografías en las plazas de toros no daba para sostener una familia tan grande, eran siete ustedes…
Mi papá –un soñador en el que se juntaban el torero que siempre quiso ser y no pudo, y el fotógrafo– hacía lo que podía. Mi mamá era empleada doméstica cuando podía. Luis Carlos, mi hermano, ayudó mucho. Entró a trabajar en un almacén de muebles y le iba bien. Uno de los mejores días era aquel en que él se ponía cita con mi mamá para ir a hacer mercado al granero. Ahí también iba a parar mi modesta contribución, a manos de mi mamá, quien era la última palabra de todo lo que sucedía y se hacía en mi casa.
Escuchándolo, cualquiera diría que fue una infancia en la que no hubo espacio para disfrutar, ¿fue así?
No. Éramos como tantos otros. Había que hacer sacrificios, pero sacábamos tiempo para poner a andar nuestros sueños. Los domingos, luego de ir a misa, solíamos hacer paseos de olla. Uno de los que más nos gustaba era el de ir por los lados del aeropuerto a ver decolar y aterrizar los aviones. Por allí vivía una tía, hermana de mi mamá. Yo jugaba al frontón, una cosa rara para casi todo el mundo, pero muy afín a los toreros. Y montaba en bicicleta. ¿De dónde la saqué? Me la regaló un señor que tenía un almacén de telas en el barrio Ricaurte, sobre la calle 13, Andrés Abitbol. Le sacábamos jugo a esa cicla en el parque. Nos trepábamos a los andenes, hacíamos piruetas. Bueno, hasta el día en que me la robaron…
¿Y el mejor amigo?
Mi primo Julio, sobrino de mi mamá. Siempre estábamos juntos. No sé nada de él. Me gustaría volverlo a encontrar.
De ese mundo al de los toros no había sino un paso, el que dio de la mano de su padre, en alguna tarde, en algún lugar. ¿Cuál fue la primera vez de esas tantas primeras veces?
Pues me parece que no fue en Bogotá. Sucedió en Manizales. En Bogotá fuimos varias veces con mi papá a ayudarle a vender fotografías, pero, luego, a la hora de la corrida, él entraba a hacer su trabajo y nosotros lo esperábamos afuera. Con mi hermano Luis Carlos tomábamos copias de las fotos de toreros que hacía mi papá y hacíamos retablos, que después juntábamos sobre unas pequeñas láminas de tríplex hasta armar una especie de collage. Cada foto iba acompañada con el nombre del torero. Luego les poníamos un lazo con los colores de la bandera de España y a buscar clientes. Lo cierto es que resulté un día en el balcón (la localidad más alta y más económica de Manizales). Era mi primera tarde de toros. Aunque después me las arreglé para no pagar.
¿Y en la Santamaría de Bogotá?
Encontramos la forma. Un amigo nuestro, Juanito Márquez, era el encargado de ayudar a los toreros españoles más importantes que por esa época venían a Bogotá (Palomo Linares, Paquirri, Ángel Teruel, Dámaso González). Y una de sus tareas era limpiar sus capotes y muletas. Nosotros le pedíamos a Juanito que nos dejara colaborarle y a cambio buscara la posibilidad de que pudiéramos entrar a la plaza. Así nos ganamos varias veces ese derecho.
Solo faltaba tener cerca un vestido de torear y… ¿un toro?
Bueno, tanto como un toro no, pero sí algo parecido. Todo vino muy pegado. Primero, mi papá me llevó a ver cómo se vestía para el día de su alternativa Alberto Ruiz, el Bogotano, un hombre luego fundamental para mi carrera. Mientras el viejo hacía las fotos, a mí me parecía más que fascinante todo eso. Además, era, si no me traiciona la memoria, el Hotel Tequendama, un lugar al que yo no tenía acceso. Ese rito me conmovió.
¿Y el toro, o mejor, la becerra, por donde comienzan casi todos los toreros?
Antes hubo un momento que me marcó muchísimo y con el que aprendí que esto no iba a ser fácil. Mi papá me llevó a la plaza el día en que se presentaba un niño torero. Cuando él se disponía a lidiar el novillo que le correspondía, un hombre saltó al ruedo con el claro propósito de impedir que el chico pudiera hacer su faena. Luego apareció otro. Y enseguida comenzaron a brotar de todos lados. Yo no entendía qué estaba pasando, lo cierto es que el niño estaba desconcertado y se puso como mareado. Yo eché a llorar. Años después compartimos en las arenas. Él era Juan Antonio Ruiz, Espartaco, y quienes le impedían actuar eran toreros nacionales agremiados que consideraban vulnerados sus derechos por la actuación de ese, entonces, novillero español.
Un día le preguntaron al “Loco” Arroyave, célebre cazatalentos del fútbol nacional, qué cómo había hecho para descubrir a Willington Ortiz. El Loco dijo: “Tenga la certeza de que no fue en el Nilo y en una cunita”. ¿Cómo es que Paco Camino, una figura de todos los tiempos, olfatea que detrás de ese niño, en apariencia frágil, que es usted, se esconde el hombre que será decisivo para la actividad en la última década del siglo pasado y la primera del actual?
Pues ahí hubo una serie de casualidades a las que uno les puede llamar, en conjunto, fortuna. Constantino Sánchez, que se hizo conocido por comercializar una cosa que se llamaba la Cruz Magnética, me llevó, junto con mi papá, a una finca donde se haría un tentadero, la de don Fernando Reyes. Yo alisté una espada de madera, coronada con una cinta roja. Sabía que no tendría mayor oportunidad. Y así lo comprobé cuando vi cantidad de muchachos (maletillas se les llama) que buscaban una oportunidad allí. De pronto, cuando todos esperaban ser el elegido por el maestro, él me miró y dijo: “Que pase el niño”. Y yo pasé, hice lo que se me ocurrió (no tenía ninguna experiencia) y al otro día los comentarios en la prensa me abrieron la primera puerta, prensa que siempre me acompañó, como es el caso de don Hernando Santos y del doctor Piquerito [Manuel Piquero, Picas, crítico taurino español que se radicó en Colombia y colaboró, entre otros, para El Tiempo].
Bueno, ese fue un bautizo. Hay otro en su vida. Con el que le dan una “bienvenida” muy particular en España, cuando usted emigra allá, muy jovencito…
Fue por allá en el 81. Estaba recién desempacado. No tenía ni idea qué estaba pasando allí, ni más ni menos que la transición de la dictadura a la democracia. Yo le escribía a mi madre con frecuencia y ese día del lugar en el que me alojaba, Picos de Europa se llamaba, salí a ponerle una carta a mi mamá. De pronto, en la Plaza de Callao vi que mucha gente se echaba a correr. Yo creí que como no era conmigo podía seguir andando, hasta que sentí que algo me partía la boca. Un policía decidió probar su bastón de goma contra mi dentadura. Me metí en un portal, la entrada de un edificio, y solo me di cuenta de la fuerza del impacto cuando vi la cantidad de sangre que estaba brotando de la herida. Volví al hostal, donde doña Liria, la señora del dueño me consolaba y me preguntaba una y otra vez, “hijo, ¿pero dónde te has metido?”, cuando eran ellos los que se habían metido conmigo. Los Lozano, una familia muy influyente y tradicional en el tema taurino y quienes luego me apoderaron, me llamaron y me dijeron: “hombre, bienvenido a España”.
Pero de todas maneras lo suyo era un privilegio. Hablamos de eso, de estar ya a los quince años de edad en España. ¿Cómo hizo?
La plata me la dio Pedro Domingo, torero y socio de los Lozano. Me prestó una plata. Unos diez millones de pesos. Duré muchos años pagándole. Valga decir, esa relación no terminó bien. Él era un hombre duro y complicado. Nunca más lo volví a ver. Escribió un libro en contra mía. No lo leí. Igual, no puedo negar que fue gracias a él y a su apoyo económico que pude dar esos primeros pasos en España. Pasos en los que aprendí a soportar la soledad y la distancia. Era terrible. Y a eso súmele el rigor del clima. El primer invierno fue insoportable, no estaba preparado para eso.
En el 82 viene esa durísima prueba de fuego, las trágicas muertes de su madre, María Teresa, y de su hermana Sonia.
Esa película se devuelve con alguna frecuencia. Es agosto de ese año. Hace calor y yo acabo de torear en un lugar que se llama Miraflores de la Sierra, un pueblito cerca de Madrid. Llego al hostal y ahí está doña Liria. Tiene una expresión rara en su rostro. Dice que mi papá ha llamado varias veces. Eso ya es una mala señal. En esos tiempos nadie llamaba tanto si no había algo urgente de por medio. Me pide que no me ausente y, de pronto, se derrumba, se ataca a llorar, pero no me dice nada. Sale y me deja solo en la habitación. Yo empiezo a preguntarme qué está pasando. Casi al momento suena el teléfono, corro a coger la llamada en el salón, es mi papá. Con la voz entrecortada me cuenta: “en un accidente casero han muerto tu madre y tu hermana Sonia…”.
Accidentes a los que siempre llamamos absurdos, pero no son sino eso, absurdos…
Siempre me imagino la situación buscando respuestas a lo que no las tiene. Por ejemplo, mi hermana Martha escapa del fuego porque huye en la dirección contraria a la que tomó mi madre. Ella, mi madre, intenta salvar a mi hermana Sonia, que estaba en la ducha. Al final, las dos quedan encerradas en el baño y ahí murieron. Era un espacio muy estrecho. Era un cuarto más o menos grande y ahí estaba todo: las camas, la cocina, el laboratorio de fotografía de mi papá (en realidad, un espacio separado por cartones que garantizaban la oscuridad para el revelado). Todo indica que mi madre puso la veladora con que solía alumbrar a los santos para invocar su protección para ese aprendiz de torero que era yo. La veladora cayó y vino la tragedia en la mañana de ese día de agosto
Tres meses largos después, el 8 de diciembre de 1982, cuando usted recibe la alternativa en Bogotá, hay un momento en que la plaza parece silenciar sus aplausos. Es cuando mira al cielo, levanta ese sombrero que usan ustedes, la montera la llaman, y recuerda a María Teresa y a Sonia…
Sí, antes había ido hasta las tablas en donde se encontraba papá, para darle las gracias. Fue un abrazo como ningún otro. Lo abrazaba a él, pero a la vez a toda mi familia: a mi mamá y a Sonia, que me estaban acompañando más que nunca. Y a Martha y a Rocío, y a Luis Carlos. Este era un sueño de todos, pero no era todo el sueño, había mucho por hacer.
Usted va a España, pero tiene que volver a Colombia a terminar de edificar su carrera como torero, en un país revuelto en esa década de los ochenta…
Sí, eso también lo viví de primera mano. ¿Sabe que estuve en la plaza de Soacha la noche en que asesinaron al doctor Luis Carlos Galán Sarmiento? Recuerdo los disparos, la oscuridad, los gritos, el miedo y el sacrificio de un hombre que nos despertaba tanta admiración y esperanza. Fui con unos amigos desde Sibaté, donde yo había comprado una tierra. Tiempos muy muy difíciles. En una ocasión lo viví en carne propia. Iba con otros toreros por los lados de Pacho, Cundinamarca, a visitar una ganadería de don José del Carmen Cabrera, en nuestros carros particulares modestos (unas Renault 12) y nos cruzamos con unas camionetas todo terreno. Al momento vimos cómo se nos pusieron a la rueda y nos obligaron a detenernos y a bajar de los carros. Nos encañonaron, primero, y, después, nos pusieron contra el piso. No creían nada de lo que les decíamos. Cuando uno de ellos tenía el cañón de su metralleta en mi sien y parecía dispuesto a lo peor, el otro le dijo: “ese es Rincón, el torero, vámonos”.
¿Cuáles son los tres momentos que más lo marcaron en ese largo cuarto de siglo en que se jugó la vida ante los toros?
Uno, desde luego, el día de mi alternativa. Estaba muy joven, pero daba un paso con mucha fuerza para iniciar en firme mi carrera. Dos, ese 21 de mayo de 1991 cuando salí por primera vez por la puerta grande de Las Ventas. Es un momento imborrable para todos los toreros que han conseguido ese mérito, pero lo que sentí no se parece a nada. Y un tercero lo dividiría en dos tardes. Una, la última tarde que toreé en Barcelona y que, para gente que sabe de esto, anduve mejor que nunca. Y luego, el adiós en Bogotá, ante mi gente, en mi plaza, en la Santamaría de todos…
Madrid, fue fundamental en su vida, usted la hizo su casa…
Sin ella no sé dónde estaría. Cuando hablo de Madrid siempre bajo la cabeza. Con todos mis respetos para los toreros españoles, Madrid también es mía. A muchos toreros les cambió la vida, pero a César Rincón sí que se la cambió totalmente.
¿A qué le supo el adiós?
Todas las despedidas producen nostalgia. Recuerdo cuando partí de Colombia, me despedí de mi mamá en medio de una tristeza muy grande y jamás volví a verla. Hay nostalgia cuando uno termina de leer un libro que deja huella, dan ganas de volver a repasarlo. Creo que ese libro de César Rincón es rico volver a repasarlo.
¿Y los tres momentos más difíciles…?
Las muertes de mi mamá y de mi hermana. Además, la cornada de Palmira, que fue muy grave y que me puso en ese túnel. La otra, la hepatitis C ya que realmente nunca pensé que después de superar la enfermedad pudiese volver a torear…
Ahora usted, César Rincón, está en el centro de un debate nacional: toros sí, toros no. Veamos, primero fueron Barcelona y Cataluña; luego Quito; después, San Sebastián, en el País Vasco; ahora, Bogotá. ¿Cómo interpreta ese crecimiento del mapa del antitaurinismo?
Todo eso es más una situación política que una prohibición. Es una copia calcada de lo que pasó en Barcelona. Algunos sectores en Cataluña han querido deslindarse de todo lo que es España y entonces han pretendido acabar con su relación con el toro de lidia. Lo de Quito, San Sebastián y Bogotá va en el mismo sentido.
¿Qué cree que es ser taurino en el mundo de hoy?
No está bien visto. Los antitaurinos han decidido que ellos tienen toda la razón. En consecuencia, nosotros no la tenemos. Ser antitaurino es una moda impuesta. Somos una minoría, está bien, pero ¿y la libertad?, ¿y el libre desarrollo de la personalidad? Además, yo entiendo que uno no tiene por qué gustar de lo que otros gustan. Eso sí, si soy un líder de opinión en un medio de comunicación, no puedo abusar de ello y acabar con quien como yo, por ejemplo, hizo de la tauromaquia una forma de vida y siempre a la luz de la ley.
¿Tan duro ha sido el palo que le han dado?
Cuando me fui, hubo quien dijo que por fin se retiraba el peor asesino de Colombia. Y otros hicieron documentales a los que les faltó equilibrio y les sobró odio. Sabemos que estamos en las antípodas, pero por lo menos deberíamos movernos en términos de respeto. Ellos no quieren ver en la fiesta más que la muerte del toro, olvidando el rito, la herencia, la tradición. El arte, ese que tanto ponen en entredicho, pero que si uno revisa la historia lo encuentra, constatado, además.
A eso que usted denomina arte, otros lo llaman tortura…
El toro no es torturado, ni es abatido. El toro es combativo por naturaleza, desde que nace hasta que muere. Lo que pasa es que cuando no se conoce por dentro una ganadería de lidia, eso resulta difícil de entender. De chicos, los toros juegan a medir sus fuerzas, a golpearse. Luego, más grandes, lo hacen en su lucha por el territorio, como al igual las vacas lo hacen por la comida. Nadie los incita a nada. Atacan por instinto. Y ligado a esa bravura tienen un alto umbral del dolor, como sucede con algunos humanos. He visto cómo toros heridos en las mismas fincas, cuando pelean entre ellos, pelean hasta la muerte. Uno intenta separarlos, pero hay momentos en que no se puede hacer nada. Eso sí, creo que a nosotros los ganaderos nos ha costado hacer esa pedagogía del toro de lidia. Somos ganaderos y toreros porque hay toro de lidia, no existiríamos si no existiera el toro de lidia.
¿En qué cree que están equivocados los antitaurinos?
En que ellos ven a todos los animales en una misma línea. Primero, los humanizan. Al humanizarlos acaban con esa gran diferencia que hay entre lo racional y lo irracional. Aparte, creen que todos los animales son de compañía y evidentemente no es así. Hay depredadores, hay de caza, etcétera. El hombre cría los animales para su propio beneficio. ¿Cuántos animales son sacrificados a diario para diversos fines? El toro de lidia es el único que se puede ganar el derecho a continuar con vida. Aquí lo que hay es una gran hipocresía y doble moral. Los animalistas, por el derecho de proteger a un individuo, están dispuestos a acabar con una raza, la del toro de lidia.
¿Estaría dispuesto a proponer o respaldar reformas que eviten el sufrimiento del toro en el ruedo?
Lo primera que piden es que el toro no muera en el ruedo. “Háganlo como en Portugal”, piden algunos. Eso también es hipocresía. Allá el toro es sacrificado en los corrales, en la oscuridad. Yo creo que podríamos revisar el tema del castigo con la vara, los picadores se exceden muchas veces. Y sobre la opción de reducir el número de intentos de entrar a matar, lo que uno pediría es que los toreros sean conscientes de que si lo hacen bien evitarán tantos reparos.
¿Qué opina del alcalde Gustavo Petro?
No lo conozco. Hablo sí de lo que me concierne. Creo que resulta muy fácil ganar votos a punta de populismo. Él habla de que con la tauromaquia solo se divierten los ricos. Como dirigente debería al menos empaparse de cuál es el ejercicio que quiere censurar. A la fiesta brava la sigue la gente humilde, ahí está para la muestra la voluntad de esos muchachos que han hecho la huelga de hambre y que son agredidos por extremistas sin que se les garanticen sus derechos. El alcalde no puede olvidar que la Plaza de Santamaría también nos pertenece. Fue construida como escenario taurino, así lo avala la Corte. Claro que puede ser escenario de más espectáculos, pero ¿por qué no el taurino?
¿Y entonces la Bogotá Humana?
Pues no sé qué tan humana puede ser ver cada día más gente empujando en las noches por las grandes avenidas carros de tracción en los que llevan cargas pesadas de las que sale la subsistencia de sus familias. Medidas como esa son las que nos ponen a preguntar qué tan humano hay en todo esto.
Hace unos días, Felipe Negret, presidente de la Corporación Taurina de Bogotá, dijo, en plan de aficionado, que usted debería estar en la terna de reapertura de la Santamaría.
Se lo agradezco. Es un planteamiento a muy largo plazo, casi una utopía. Para una decisión como esa se necesitaría una motivación.
¿Cuál motivación es mayor que esta?
Digamos que no lo descarto.
¿Le gustaría solo, en una terna, o en mano a mano?
Mano a mano.
¿Con quién?
Con una gran figura del toreo…