domingo, 16 de noviembre de 2014

Rafael de Paula, esa impagable alegoría del infortunio.

PorAntonio Lorca.

Fueron unos instantes de una emoción inenarrable. Una vez roto el paseíllo, el público, puesto en pie, rompió en una ovación unánime. Rafael de Paula, impecablemente vestido con un terno gris, camisa blanca, sin corbata y calado con un elegante sombrero de ala ancha, salió con esfuerzo del burladero, se detuvo cerca de la primera raya del tercio, alisó la arena con los zapatos e inició el paseíllo. Solemne, majestuoso, con andares dificultosos y torerísimos… Así, a paso de palio, llegó hasta el centro del ruedo, se llevó entonces las manos al sombrero, se destocó y saludó a una afición enfervorizada. Tardó un mundo en volver a cubrirse y llegar de nuevo al tercio, donde le esperaban Joselito y Morante. Ante ambos inclinó la cabeza, respetuoso y agradecido, mientras los tendidos no cesaban de aplaudir.
Era el 1 de abril del año 2006. El torero jerezano recibía en Madrid el homenaje de una afición agradecida y generosa que recordaba las contadas e inolvidables pinceladas de un artista genial y abandonaba al olvido una carrera irregular marcada por unas rodillas descangalladas y un carácter desdichadamente indolente.
Fue esa la última vez que Rafael de Paula pisó el ruedo de una plaza, que había abandonado el 18 de mayo de 2000 en Jerez, cuando, después de escuchar los tres avisos en sus dos toros, se arrancó con rabia la coleta y se encerró en el callejón con lágrimas en sus ojos. Así, de modo tan dramático y triste, quedaba atrás toda una vida de luces de un personaje extravagante, impotente, atormentado, controvertido y maniático y, también, de un torero nacido esencialmente artista, creador de instantes inefables, irrepetible, hecho de carne sensible, dotado como nadie para la emoción, dueño de un duende especialísimo, principio y fin de la belleza…
Pero Rafael ha sido, además, el primer enemigo de sí mismo. No pudo rentabilizar sus condiciones en los ruedos ni su prestigio ya fuera de ellos. Le han perseguido sus propios fantasmas, se ha colocado varias veces en el precipicio de una derrota final, y parece empeñado en acabar sus días entre los papeles timbrados de los juzgados antes que disfrutar de la gloria efímera y profunda de su toreo excelso.
Ayer ha cambiado por 1.800 euros los seis meses de cárcel que el juez le ha impuesto por amenazar con un cuchillo y una azada a su abogado, con quien, al parecer, mantenía una disputa sobre unas supuestas querellas nunca presentadas por irracionales. Pero no pudo eludir la prisión en 1995, cuando el Tribunal Supremo lo condenó a dos años y tres días por “inducción al allanamiento de morada con intimidación” tras la agresión que sufrió en 1985 el presunto amante de su esposa. Paula fue detenido tras la celebración de una corrida en la plaza del El Puerto y encarcelado durante quince días. Tras el juicio y resueltos los distintos recursos, ingresó de nuevo en la cárcel el 18 de enero de 1995, y un mes más tarde se le concedió el tercer grado. El caso tuvo una enorme repercusión social por las peculiaridades del caso —el torero fue absuelto del delito de homicidio o asesinato frustrado, y acabó separándose de su esposa, Marina Muñoz, con la que había tenido tres hijos—, por la singular personalidad del encausado, y porque Rafael de Paula estaba en activo y arrastraba una bien ganada fama de diestro tan acomodado en el escándalo como en el destello tan inesperado como irrepetible.
Había nacido Paula en Jerez de la Frontera, en febrero de 1940, en el seno de una humilde familia gitana. Se dice que con 13 años cumplidos dio sus primeros pases a una becerra sin haber visto nunca torear a nadie. Y cuando vio hacerlo a Gregorio Sánchez, nació en él una pasión irrefrenable. Hasta entonces, sus pasos parecían encaminados hacia la mecánica por su afición a la bicicleta. Alquiló un vestido —el único en toda su vida— para debutar sin caballos en la plaza de Ronda, lo que ocurrió en 1957. Volvió tres años más tarde al histórico coso para tomar la alternativa de manos de Julio Aparicio y con Antonio Ordóñezcomo testigo.
Para entonces, ya había comenzado la leyenda escrita y soñada de un torero diferente, majestuoso y elegante, que manejaba el capote con un duende y un compás desconocidos, y capaz de romperse la cintura en un natural eterno. Nació la religión del paulismo, fue entronizado como un dios en su tierra y fuera de ella, sus partidarios fueron legión, y comenzó una historia torera en la que salpicaron algunas gotas de torería inmensa junto a riadas de sonados fracasos.
Tardó 14 años en confirmar en Madrid —caso insólito—, y todavía quedan aficionados que recuerdan aquella tarde del 74 por un grandioso quite a la verónica; para entonces, era ya un ídolo. No en balde con 24 años se había encerrado en Jerez con seis toros a los que cortó siete orejas; el alborozo fue tal que lo llevaron a hombros hasta el santuario de la Virgen de la Merced, donde los partidarios cantaron una salve de acción de gracias por el milagro acaecido. Pero Paula nunca fue un torero previsible ni de medias tintas; en verdad, se le aguardaba siempre en la esperanza, tantas veces frustrada, de que un simple detalle le redimiera del fracaso anunciado y real.
Triunfó en Jerez, triunfó en El Puerto, en Sevilla, en Madrid —sonado fue su incontestable éxito en la plaza de Vistalegre el 5 de octubre de 1974 ante un toro de Bohórquez, y será siempre recordada su faena al toro Corchero de Martínez Benavides en Las Ventas—, pero a su carrera siempre le faltó regularidad y consistencia. Se ha dicho con razón que no fue ni el uno por ciento de lo que pudo ser; y él mismo ha reconocido que siempre quiso ser torero de época, “pero no pude”.
Ha sido el torero más literario, y ahí queda La música callada del toreo, de José Bergamín, el más fotogénico —sus instantáneas son fogonazos de sensibilidad—, y uno de los más premiados —en 2002 recibió la Medalla de las Bellas Artes—, pero, quizá, también, el más frágil, el más inconsistente y el más previsible.
Siempre tuvo un semblante triste y un aire extraño en su mirada. Sus inesperadas reacciones parecen obra de un cerebro atormentado. Ahí queda aquella tarde en que, preso de ira tras una mala faena, clavó el estoque en la madera de la barrera y alarmó con motivo a los que le rodeaban; o el espectáculo que protagonizó en 2012 en Ronda, donde acudió para recoger un premio y presentar el libro de uno de sus hijos, y desairó a la alcaldesa y pidió a los presentes que no compraran la obra del joven escritor.
En esta ocasión, Rafael de Paula se ha salvado de la cárcel; lo que no está claro es que sea capaz de salvarse de sus propios demonios.
Con motivo de su triste retirada de los ruedos, el escritor José Manuel Caballero Bonald, paisano suyo, escribió en este periódico: “Me conmovió esa impagable alegoría del infortunio”.